La leyenda de Juan
Nicolás Ruggiero, alias "Ruggierito"
El hombre que encarnó
un paradigma del vínculo entre la política y el hampa
Fue ladero, guardaespaldas y hombre de confianza del caudillo
conservador de Avellaneda, don Alberto Barceló. Iba de juerga con Gardel. Y uno
de sus crímenes inspiró el tango Sangre maleva. Su asesinato es aún hoy un
enigma.
Por Ricardo Ragendorfer
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Ruggierito en una foto junto a Gardel |
En los viajes del
sindicalista Gerónimo "Momo" Venegas a Necochea, su aldea natal,
siempre lo acompaña un sujeto de mala traza, llamado Carlos Farnos. Allí se lo
recuerda por una añeja historia. En 1978 fue asesinada la copera Mirta Godoy en
un cabaret del puerto. La autoría recayó injustamente sobre el marinero
yugoslavo Milivoje Pesic, quien sería condenado por ello. Recién en 1983 fueron
arrestados en España los verdaderos matadores, dos hampones de poca monta. Uno
era Farnos. Al salir de la cárcel, el "Momo" lo puso bajo su cobijo.
Apenas una muestra de los ocasionales lazos entre cierta dirigencia política y
el malandraje.
En una escala más orgánica, tal vínculo tuvo
una visibilidad brutal a finales de 2010, en el desalojo del parque
Indoamericano, cuando a la acción policial se sumó un ejército de matones
sindicales y barrabravas oscilantes entre el duhaldismo y el PRO. Esto trazó un
siniestro hito en la Historia argentina: era la primera vez desde la Semana
Trágica que patotas reclutadas entre la sociedad civil se lanzaban a la
persecución de inmigrantes.
Al respecto, bien vale evocar aquel remoto
antecedente.
En 1919, un conflicto gremial en los Talleres
Vasena desató una represión policial y parapolicial que se extendió a toda la
ciudad. Y no sólo tuvo como blancos a obreros socialistas y anarquista sino
también a colectividades extranjeras; en especial, la judía. La Semana Trágica
dejó 700 muertos. Sus hacedores sin uniforme pertenecían a la Liga Patriótica,
pero también había otros individuos que actuaban a cambio de unos pesos. En
consecuencia, lo novedoso fue el uso político de elementos contratados en los
bajos fondos.
Tal práctica trazó un punto de inflexión en el
escenario delictivo argentino. Y si hubo una vida que la ejemplifica fue la del
ladero, custodio y mano derecha del caudillo conservador de Avellaneda, don
Alberto Barceló. Su nombre: Juan Nicolás Ruggiero, más conocido como
"Ruggierito".
LOS CABALLOS Y LAS BALAS
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Revista “Ahora” 24 de junio de 1935 |
El 21 de octubre de 1933, Ruggierito había
ganado una fuerte suma en el Hipódromo de La Plata sin imaginar que ese sábado
no sería su día de suerte.
Ahora, casi a la medianoche, su cuerpo desnudo
yacía sobre una mesada de mármol en la morgue del Hospital Fiorito; un pequeño
agujero rojo resaltaba en el tórax. Junto a él, un hombre no encubría su
pesadumbre. Era su amigo, el comisario Esteban Habiague.
Apenas unas horas antes, la víctima pasó por
su casa para cambiar el traje de lino blanco por otro oscuro, que adornaría con
una rastra criolla. Después se hizo trasladar en su un Cadillac a lo de Elisa
Vecino, una morocha de 25 años, quien desde hacía casi una década lo recibía en
su alcoba. Ella vivía en la calle Dorrego al 2000, del barrio de Crucecita. A
las nueve de la noche, la pareja conversaba con Ana Gallino; al rato, se sumaría
su esposo, Héctor Moretti, un simpático pistolero con quien Ruggierito tenía
amistad. Su chofer –llamado Joselito– dormitaba en el Cadillac. Hasta que el
estampido de una 45 lo arrancó del sueño.
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Revista “Caras y Caretas” 21 de Marzo de 1936 |
Entonces vio dos imágenes: su patrón caer en
brazos de Moretti y, luego, al girar la vista, un tipo que corría hacia la
esquina, donde lo esperaba un Chrysler azul con el motor en marcha. El vehículo
partió a toda velocidad.
Los acontecimientos se tornaron vertiginosos.
Moretti hizo unos disparos, mientras apoyaba al moribundo sobre el regazo de
Elisa. Y saltó al estribo del Cadillac, que arrancó con un chirrido. Moretti
siguió disparando. Desde el Chrysler le tiraban a él. Elisa, en tanto, sostenía
entre las manos la cabeza del amante. Ruggierito, presintiendo que la vida se
le cortaba, miró a su alrededor. Dibujo una sonrisa. Quiso hablar. Entonces, la
boca se le llenó de sangre. Y cerró los ojos.
Fue cuando el Cadillac regresó desde una calle
lateral. La carrocería lucía huellas de proyectiles. Casi sin frenar, el herido
fue cargado en el asiento trasero, antes de que Joselito enfilara hacia el sur,
en dirección al Fiorito.
Ese sábado, el Barceló llegó allí con una
docena de guardaespaldas. Habiague lo vio irrumpir en la morgue con la mirada
húmeda.
LA DIALÉCTICA DE LAS ARMAS
Nacido el 24 de junio de 1895, fue el menor de
los once hijos concebidos por la unión entre una criolla y un humilde
carpintero napolitano establecido en la Isla Maciel. A los 14 años ya pegaba
afiches para el comité de Barceló, que iniciaba su primer período municipal en
Avellaneda. Quizás fue por esos días cuando reparó en ese pibe que iba a la
Intendencia para buscar la comida se repartía a los pobres. Una década más
tarde, Juan ya era un avezado puntero político y un pistolero audaz. Supo ganar
fama en tiroteos con patotas adversas a su padrino. En pleno auge del
"fraude patriótico" –tal como los conservadores llamaban a sus
trapisondas electorales– fue diestro en el arte de intimidar a votantes y
conseguir libretas. Administró con eficacia algunos negocios partidarios. Y
acostumbraba salir de juerga con un correligionario célebre: Carlos Gardel. Su
abultado prontuario incluía máculas por juegos prohibidos, robo, lesiones,
abuso de armas y varios homicidios.
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Revista “Caras y Caretas” 21 de Marzo de 1936 |
Una de sus víctimas fue el "Gallego
Julio", un matón al servicio de los radicales, cuyo nombre era Julio
Valea. Su providencia –al igual que, luego, la de Ruggierito– no resultó
bendecida por el turf. En octubre de 1929, mientras miraba la séptima carrera
del Hipódromo de Palermo, cayó con la frente atravesada por un proyectil. El
tirador abandonó ese sitio en un auto veloz.
Mientras ahora una acongojada multitud
rodeaba al Hospital Fiorito para despedir a Ruggierito, al comisario le vino a
la mente dicho episodio. Y llegó a conjeturar que en la ejecución del Gallego
–de la que Ruggierito no fue ajeno– podría estar el anagrama de su propia
muerte. Luego repararía en otras tantas hipótesis: rivalidades políticas y
discrepancias en los negocios sucios.
Habiague sabía de lo que hablaba, ya que él
era un importante engranaje del asunto.
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Alberto Barceló |
EL EXCARCELADOR
Antes de calzarse el uniforme policial,
Habiague había sido periodista en La Razón y, luego, en La Tarde; fue
administrador del Hipódromo de San Martín, además de oficiar de banca en
algunos garitos. En ello estaba cuando Barceló le dijo: "Júntese 200
libretas y lo hago diputado provincial." Dicho y hecho: aquel hombre fue
legislador por el partido de San Martín entre 1925 y 1928. El siguiente paso de
su mentor fue designarlo como comisario inspector en Avellaneda. Desde aquel
cargo, hizo excelentes migas con Ruggierito. Ambos eran parte de la misma
maquinaria. Y en aquel contexto, una de las funciones policiales de Habiague
era la de excarcelar por vía extrajudicial a los amigos y aliados que habían
tenido la pésima fortuna de caer tras las rejas. "En esa época –decía el
comisario–, de Avellaneda nadie entraba a pudrirse en Sierra Chica." Y
menos, Ruggierito.
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JUAN RUGGIERO (RUGERITO) ES
ENTERRADO ENVUELTO
CON LA BANDERA ARGENTINA
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Al respecto, Habiague solía evocar una
anécdota: una noche, por cuestiones del momento, Ruggierito hirió de muerte a
otro compadrito, el "Pichón" Canevari, en un turbio almacén de
Barracas, antes de darse a la fuga.
Al llegar la policía, interrogó al moribundo
en estos términos: "¿Quién te hirió? ¿Fue Ruggierito?" La respuesta,
declamada con el esfuerzo propio de la agonía, fue: "Vea, agente, el varón
para ser hombre no debe ser batidor." Dicho esto, el Pichón cayó en el
sopor eterno. Jamás supo que su frase póstuma inspiraría el tango Sangre
Maleva, de Juan Manuel Velich y Dante Tortonese.
Ahora, esclarecer el asesinato de
Ruggierito era para el comisario un imperativo moral. En esas
circunstancias, se le cruzó la última imagen que tuvo de él en vida. Fue
durante un acto en el barrio La Mosca, cuando –para la sorpresa del propio
pistolero– la multitud empezó a aullar: "¡Barceló, no! ¡Ruggierito,
sí!" Entonces la mirada del caudillo, ya clavada de soslayo sobre el
aludido, adquirió un extraño brillo.
En la soleada mañana del 22 de octubre de
1933, una muchedumbre nunca antes reunida en Avellaneda marchaba por la Avenida
Mitre llevando en andas el féretro de Juan Nicolás Ruggiero, envuelto por la
bandera. Alberto Barceló aguardaba al cortejo en el cementerio
municipal.
Aún seguía siendo el individuo más poderoso de
aquella ciudad. Su estrella recién declinaría a mediados de la década
siguiente. Y murió en 1946.
Habiague concluyó su carrera en esos mismos
años, sin dar con los asesinos de Ruggierito.
Mucho tiempo después, en una
brumosa tarde de 1965, el ya viejo comisario departía con un conocido en una
mesa de la confitería El Molino. Entonces, no sin cierta prudencia, reveló:
"A Juan lo mataron sus amigos." Y tras una pausa, agregaría: "Lo
mataron porque ya no les era útil." Su voz sonaba muy cansada.
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